A la lámpara le faltaba una lágrima

26 febrero 2016 por Francisco Ponce en Relatos, Todos los artículos

“No soy nada. Nunca seré nada. No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo”
.

Fernando Pessoa.

Conforme fui entrando en años se hizo más acuciante en mí la necesidad de escribir. Siempre tuve gran ilusión por ser autor de una obra y editar un libro; y también envidia de quienes lo conseguían.

Durante mucho tiempo, el trabajo y labrarme un porvenir estable se impuso en la lista de mis prioridades, consiguiendo adormecer esta pasión.

Tras dos décadas, volvió a despertarse en mí la inquietud literaria. Escribí varios relatos cortos, que mi hija Sara pasaba a limpio en el ordenador y que luego, esperanzado, enviaba a certámenes literarios; quizá modestos, pero de vital importancia para mí. Aunque nunca me premiaban.

Escritor

Sara me sugería que leyese mucho. Su consejo me irritaba un poco; lo que yo sabía de la vida por la experiencia de los años, pensaba, era suficiente para escribir.

Ultimaba un capítulo, sentado en el despacho de mi casa, cuyos visillos transparentes, situados sobre el mirador, dejaban penetrar la intensa luz del día, acentuando más mi calvicie acuchillada por el destello solar.

– Sara, ¿qué te parece este nuevo relato? -le pregunté, mostrándole un par de folios, al verla aparecer-.

Me miró un tanto resignada; los leyó e intentando eludir la respuesta, mostró un repentino interés por el buen tiempo que teníamos en esta época del año y, dirigiéndose a la ventana, la abrió. El viento cálido que recibió en su rostro, la obligó a pasarse la mano por la cabeza y a fijar su cabello con la horquilla, que sujetaba unos mechones ahora revueltos.

– ¿Qué opinas? -le insistí-.

Titubeó. La había cogido desprevenida y recién levantada.

– Es que tú escribes … como … muy … no sé.

Al observar mi gesto de desaliento, salió con disimulo hacia el pasillo.

Pensé en que a veces los hijos pueden ser poco atentos; luego reflexioné, comprendiendo que pedirle un juicio de esta índole, había sido excesivo para mantener intacta su franqueza. Alcé la vista afligido hacia el techo y descubrí que a la lámpara le faltaba una lágrima de cristal.

– Toma, papá; este es un libro de relatos de un escritor que me gusta mucho. ¡Esto es literatura realmente moderna!

Con estas palabras, de forma sutil, respondía a mi pregunta.

No era muy de mi agrado ceder pero comprendí que debía leerlo, dado el interés que ella había mostrado.

Inmerso en su lectura me pasó rápida la mañana. La verdad es que enganchaban aquellos relatos, pero también era cierto que no los entendía muy bien. Los comienzos solían ser vagos y los finales abruptos. No asimilaba algunas palabras que para mí estaban fuera de contexto; otras resultaban demasiado rebuscadas. El estilo rayaba lo procaz y se mezclaban los conceptos desordenadamente, al menos en mi opinión.

Uno tiene el derecho a decir lo que piensa utilizando el lenguaje que más le acomode. Pero siempre he creído que las palabras deben meditarse, porque una vez escritas y sacadas de la nada -donde habitan- ya no hay manera de rescatarlas para el olvido.

Mis arraigadas convicciones sobre el inicio, desarrollo y desenlace saltaban por los aires hechas añicos. La idea de la descripción de personajes y entornos, la búsqueda poética de ciertas situaciones se desvanecían como por encantamiento. Sin embargo, era evidente que este señor había publicado un libro; yo no.

Llamaron a la puerta con insistencia; mientras abrían pensé que, siendo domingo, a esa hora, no podría ser otro sino Luis, mi hijo mayor, que aún teniendo llaves de casa, y por pura comodidad, prefería que alguien le abriera. Fue mi mujer y dándole un beso al entrar le preguntó:

– ¿Cómo ha estado el partido?

– Hemos ganado.

Se refería al encuentro de baloncesto; él nunca aclaraba su particular participación en el mismo. Dejó en medio del recibidor su abultada bolsa de deporte y rápidamente se metió en el cuarto de baño a ducharse; no obstante antes de cerrar la puerta preguntó:

– ¿Ya está la comida?

Al instante salió; quizá había olvidado la colonia de última marca, que ocultaba para que yo no la usara. Fue a recogerla y cuando cruzó ante la puerta de mi despacho sólo dijo:

– ¡Hola, papá!

Dirigiéndose a su madre insistió:

– ¡La comida, que me tengo que marchar!

A Luis siempre le pareció que mi afición por escribir y llegar a ser un buen narrador era patética, además de un esfuerzo inútil. Claro que para él todo lo que no fuese deporte y diversión, lo encontraba absurdo.

Se metió en la ducha, que en cualquier época del año utilizaba con el agua bien caliente. Transcurrido un corto espacio de tiempo apareció hecho un pincel, con su negro cabello engominado, esparciendo un aroma entre agresivo y seductor. Tomó asiento en la mesa con todos nosotros y se puso a comer; a devorar más bien. Una vez hubo terminado, se levantó, dijo ¡adiós! y salió dando un portazo.

Más tarde, mientras continuaba con la lectura en el despacho, mi mujer y mi hija estaban sentadas en el sofá de la salita, viendo alguna de esas películas que se pasan de unas a otras las cadenas televisivas.

Al cabo de un rato, vino Sara a preguntarme:

– ¿Acabaste el libro que te di?

A buen seguro que su madre la había enviado, pronunciando en tono monocorde la frase de “ve a ver que hace tu padre”, que en ella solía ser frecuente.

– Hija mía, si tengo que escribir como este señor, nunca publicaré un libro.

Hija

Sara tomó asiento, frente a mi mesa de trabajo. La noté dispuesta a dialogar. Con gesto afectuoso apagó la lámpara de bronce que tenía en mi escritorio con tulipa de cristal que, a modo de antorcha, sujetaba una figura de mujer con el torso inclinado. Solía encenderla, no porque a esas horas me hiciese falta la luz, simplemente su resplandor me hacía compañía.

Pausadamente me expuso sus opiniones literarias. Conforme avanzaba la conversación, me interesaba cada vez más cuanto decía. Empecé a conocerla un poco mejor, observando sus expresiones, la forma de exponer sus sentimientos -no sólo los literarios- dándome cuenta de que en algunos sentidos había sido casi una desconocida para mí.

Aquella tarde se llenó mi espíritu de otros horizontes e ideas estimulantes; me di cuenta de lo mucho que se puede conversar con un hijo y también aprender de su frescura juvenil. Pero, sobre todo, me di cuenta de lo grato que puede resultar un atardecer de primavera, vecina ya del verano, teniendo la emocionante sensación de haber redescubierto a una hija.

Autor: Francisco Ponce Carrasco