Hace algunos lustros, cuando con una tiza en las manos corríamos calle abajo, en nuestras piernas prendido el temor de ser descubiertos. Habíamos dejado en una pared nuestra rebelión amorosa ‘Juan quiere a Carmencita’ la carrera estaba justificada no fuera a vernos la mencionada Carmencita y descubriera el secreto, luego alejados seguíamos y sobre el suelo asfaltado, cuando se encontraba, pues no todas las calles gozaban de este pavimento, poníamos los fervores de amor idílico de otro amigo, sobre aquella pizarra enorme que era la calzada. De nuevo sin soltar la tiza o aquel trozo de yeso con filamentos de esparto encontrado en un derribo, ‘poníamos pies en polvorosa’.
Hoy, en cualquier localidad los autores de estos ‘pintarrajos’ son otra cosa, ensucian con pintura, y lo hacen sobre edificios emblemáticos de la ciudad, persianas de establecimientos y mobiliario urbano, cuanto más grande es la ‘pintada’ mejor y como para estos individuos es reivindicativa, no echan a corren, todo lo contrario permanecen con el bote de ‘spray’ en mano y los de repuesto en la mochila, quietos desafiantes orgullosos de su osadía a plena luz, claro que con la catadura que lucen, a ver quien les dice algo. Se sienten intocables y marchan en busca de otro lugar para ensuciar.
Estos desalmados no solo mancillan las paredes de los lugares históricos si no que se precian de hacerlo mediante inscripciones hostiles, impertinentes, repletas de abundantes improperios con el ánimo claro de ofender a los demás, se amparan en sus oscuros propósitos, con pintura negra y negras intenciones. Crispan, dividen y saben, que en silencio algún emboscado aplaude su gamberrada. Así están las cosas, contra estos energúmenos no sirve de nada denunciar, solo cabe comprar un bote de pintura blanca y convertirnos en borradores, de los insultos al alma, de unos cuantos desalmados