Hace unos días, audaz, me decidí a correr la aventura, poco usual en mí, de hacer provisión de alimentos para la semana –empujando carrito– en el supermercado. Poco a poco fui colocando en él las cosas de la lista que en mi casa me dieron.
Transitando, un tanto perdido por los pasillos, tropecé con la fruta, miré sí estaba en la lista, afirmativo. El primer impulso fue poner naranjas, pero me llamó poderosamente la atención los carteles que informaban de su procedencia: unas eran de Argentina, otras de Uruguay, las terceras de Sudáfrica. No obstante a modo de hábil ‘gancho’ en la parte inferior, las tres, lucían con buen tamaño de letra: variedad ‘Valencia late’, que parece dar mucho de si ante el consumidor.
No es que mi estomago sea muy nacionalista pero sí mí ‘corazoncito’. Para quien ha nacido en la tierra del azahar, me pareció que no estaba bien el que no se pusieran a la venta, también, las que se cultivan en la región de Valencia, estando en España. Las rechacé animándome a comprar ‘piña brasilera’, ‘duraznos argentinos’, ‘arándanos uruguayos’ y otra serie de frutas exóticas. Pero naranjas NO.