Un enorme dolor de riñones y espalda, con toda probabilidad ‘ciática’, me había postrado en el sillón aquella tarde de domingo.
Mire en mi rededor, una mesa de estilo castellano de intenso color caoba junto a sillas de madera recia con asiento de enea me acompañaban, eran mías, un televisor extraplano parpadeaba vomitando publicidad, también era mío.
A través de la ventana entornada, observé las persianas ligeramente bajadas de la terraza que hacían mas íntimo el atardecer, todo era mío, incluidos los libros cuyos lomos asomaban en la estantería y ese frutero de cristal morado y feo – que nunca se rompe – que me había regalado un amigo.
Unas cuantas cuartillas cayeron al suelo, eran apuntes e ideas mediocres para una novela mediocre que estaba escribiendo, me incliné a recogerlas y un nuevo, agudo y punzante dolor me atacó de nuevo. El dolor también era mío.
Como pude marché al dormitorio, me acerqué a ella, noté el calor suave de su cuerpo me acoplé y sentí un inmenso alivio, la apreté de nuevo con fuerza antes de desconectarla de la electricidad. La almohadilla eléctrica también era mía.