Sonaba con insistencia, la campanilla avisadora, en la madriguera del ratoncito Pérez-oso indicando que debía salir raudo a entregar un regalo a un niño, que habiéndosele caído un diente lo colocó bajo la almohada en espera de que se cumpliera esta tradición.
El ratoncito Pérez-oso, no hacía caso y glotón se relamía los bigotes, impaciente, ante un trozo de buen queso. Un gran festín para el solo se disponía a darse. Tanto insistía la campanilla que malhumorado y receloso fue a realizar su cometido y al niño le entregó su regalo, regresó a toda prisa y con mucha preocupación.
Por el camino no cesaba de atormentarse pensando que otros ratones su queso se habrían comido, a toda velocidad pasó junto a un anciano que dudaba y no se atrevía a cruzar la calle y Pérez-oso no le hizo caso, más adelante una señora, cargada de paquetes, casi no podía caminar, la miró, pero con su prisa tampoco le ayudó, pasó junto a una niña que lloraba porque se le había caído su muñeca a un gran charco, la ignoró y Pérez-oso raudo se marchó.
Cuando sudoroso alcanzó su casa, con los ojos desorbitados, temió lo peor al ver muchas de sus amigas las ratitas y amigos los ratoncitos agolpados en la puerta. Respiró al ver que su trozo de delicioso queso estaba intacto, tal y como él lo dejó.
A empujones los apartó, egoísta y decidido se dispuso a comer, los otros ratones le miraron en silencio.
El ratoncito Pérez-oso les preguntó:
-¿Porqué no os comisteis mi queso? Y todos a una voz le contestaron.
– El queso es tuyo y no nuestro, y se tiene que respetar lo que es de los demás.
El ratoncito, comprendió la lección y cortés les invitó a participar en la comilona que el resto de ratones le agradeció.
El ratoncito Pérez-oso viéndolos tan contentos se sintió muy satisfecho y aprendió tres cosas:
La felicidad que produce el compartir, que hay que ser diligente con las tareas que se tienen que hacer y que ni un buen queso se debe interponer.