Hoy se les conoce por “ejecutivos de ventas”, pero en tiempos pasados según recuerdos de un gran amigo, entrado en años que ejerció esta digna profesión, el viajante de comercio era un creador de riqueza.
Tenía que ser psicólogo y poseer voluntad férrea para triunfar, carácter alegre y persuasivo, la paciencia de Job, palabra fácil, ingenio despierto. A estas condiciones esenciales hay que añadir las físicas: naturaleza casi sobrenatural, estomago de acero, pulmones de bronce, piernas de gamo y vista de águila.
Eran los embajadores del progreso, llevando a todas partes por donde pasaban lo de más reciente creación en estuches de galantería y gentileza. Troveros deliciosos obligados a saber cantar las excelencias de la mercancía que exponían. Comentaristas burlones y sagaces de la vida, sin perder la nota de sutileza para conseguir la atracción.
Debían ser como periódicos humanos llenos de ciencia popular, salpicada con esa amenidad que era patrimonio de los corredores de mundo. Soportar ironías y hasta ciertos descaros con un talante estoico, tratando de reflejar siempre en su rostro la admirable sonrisa de la empatía.
Se desplazaban en incómodos autobuses, desvencijados trenes, a pie y en burro si fuese necesario, tenían que pasar por el martirio de los hospedajes horribles propios de aquellas épocas, sufrir fríos y calores. Lo peor, largas semanas fuera de sus hogares
Mi admiración y respeto para aquellos héroes que no disfrutaron de coches veloces y dotados de aire acondicionado, autopistas, aviones, hoteles de cinco estrellas, teléfonos móviles y ordenadores portátiles. Corran estas líneas del recuerdo, para esa especie en extinción, si no desaparecida, llamada viajante.