Algunas mañanas me levanto al despuntar el día, mi esbelto cuerpo de mujer joven se envuelve con los primeros cendales del amanecer, en esta época del año el resplandor de la luz solar avanza más veloz, entonces me subo a lo más alto del torreón del castillo donde habito y desde sus almenas, me dispongo a contemplar las alturas de mí ciudad.
Me engalano con finas y primorosa alas de seda, teñidas de pálidos colores, para no alterar la belleza de estos majestuosos remates de la Valencia tradicional, revoloteo dejando una estela nacarada a mi paso que se confunde con la fina bruma matinal, y ambas sutiles se disipan a lomos de la suave brisa, al tiempo que me apropio de los aromas de azahar, que los naranjos en flor de la periferia me regalan.
Valencia es una ciudad con altura de miras, que conviene admirar, conocer y recordar, para solaz del espíritu y placer de la vista.