Me encontraba en una importante y marinera localidad del sur de España, donde había viajado para realizar una operación comercial considerable.
La venta y acuerdos fueron positivos e intuí que aquellas tierras me volverían a ver, para seguir explorando nuevas oportunidades de negocio.
Así pues caminaba por aquella hermosa avenida de altas palmeras, cuando me tropecé frente a frente, con una de las marisquerías que en el paseo miran siempre al mar, era hora de cenar, estaba solo y pensé que una opípara cena me había ganado, antes de irme al hotel.
En la carta del restaurante figuraban muchos platos exquisitos, con sus respectivos precios que mantenían un tono algo alto.
La única excepción era la langosta y mira por donde me encapriché.
En el lugar del precio, la carta decía: <<Pregunte al camarero>>.
A continuación, algún sagaz parroquiano anterior, de obvia y dilatada experiencia, había escrito con bolígrafo: “Mejor, no pregunte”
Seguí su consejo y me acomodé al menú turístico cambiando <<marisco>> por <<pollo>>, que los tiempos en su conjunto, no dan para sorpresas.