Solo pensábamos en salir de aquel infierno, ni el ruido de los helicópteros que nos daban cobertura volando sobre nuestras cabezas, amortiguaba el de las balas que silbaban a nuestro rededor.
En aquellas circunstancias nadie teníamos tiempo de pensar ¿Por qué diablos estábamos allí?, lo único que ansiábamos era salir rápido de aquel volcán en erupción, propiciado por la locura del ser humano.
Conseguimos llegar a la gran plaza, franquearla y ponernos al amparo momentáneo que nos ofrecían nuestros tanques. Fue entonces cuando reparé en que mi amigo Ramírez no estaba en el grupo. Dirigiéndome a mi superior le dije:
– Mi teniente, el soldado Ramírez no esta entre nosotros, solicito permiso para acudir en su busca.
– Permiso denegado, no permito que arriesgue usted su vida por alguien que con toda seguridad estará muerto.
No le hice caso, regresé por la maldita plaza al cubierto de los soportales hasta alcanzar nuestra última posición. Herido de gravedad pude regresar con el cadáver de Ramírez sobre mi hombro. El oficial estaba furioso y me grito:
– Le dije que no fuera que estaría muerto, ha desobedecido una orden, viene mal herido, dígame ¿todo eso ha merecido la pena?
Le mire desafiante, con los ojos enrojecidos por la rabia y el dolor de mis heridas.
– ¡Afirmativo señor! Cuando le encontré todavía estaba con vida y pudo decirme agonizando.
– ¡Estaba seguro que vendrías!
“Un buen amigo es el que acude cuando todos abandonan”.