Mientras herraba con mimo al caballo, el herrero no paró de contarle, con gran tristeza, la rutina de su vida…
– Desde que se fundó este pueblo, hace mucho, muchísimo tiempo he existido yo. He visto a Reyes conquistar grandes extensiones de territorio, pasarse la vida luchando, para luego morir y quienes les sucedieron, dilapidar lo que él conquistó. He visto mucha sangre derramada, pueblos exterminados por el simple afán de obtener poder, contemplé la ira, el egoísmo y la avaricia en su estado más puro y en su máxima expresión.
Algo especial intuía nuestro amigo en aquel anciano, por lo que siguió escuchándole con sumo interés y máxima curiosidad. Lo que narraba, lo hacía a modo de confesión interna y quizá pretendiendo transmitir enseñanza.
– Cada vez que mi hechizado martillo tiene que forjar la historia de un desastre, de un asesinato o un suicidio, lloro. No puedo soportar los malos acontecimientos que me veo obligado a crear, pero a través de los años he aprendido a convivir con ello. Con cada golpe sobre el yunque veo todo lo que para esas personas se está formando en la inmensa fragua de la vida, quizá ellos piensen que son superiores o que nadie les comprende, pero yo sufro tanto como ellos intuyendo su destino.
El herrero hizo una pausa para tomarse un vaso de vino de un solo trago, que se escanció de una jarra de barro que tenía en una de las repisas de piedra, luego sirvió otro, que le ofreció.
Este se excusó y le dio las gracias, pero no hizo mucha falta, ya que al primer remilgo que le mostró apuró de igual forma el segundo vaso y continuó:
– Ya soy muy viejo y quisiera que este maleficio se apartara de mí, cincelar solo cosas buenas, sueños y proyectos para que los pueblos se comprendieran, que se respetara la naturaleza y que la paz fuera posible entre todos.
El joven aprendiz, que le había escuchado atento, recordó sus aventuras más recientes y fácilmente vislumbró que el mundo donde él estaba aprendiendo sí sabía de justicia y valores, pero que pocos lo practicaban.
Con rapidez cogió de su zurrón la mágica piedra celeste, la envolvió en su pañuelo dejando una parte al descubierto, y fingiendo secarle el sudor de la frente al anciano, se la frotó tres veces, luego le dijo:
– Inténtalo, pon tu sabiduría, voluntad y energía en ello, y se cumplirán tus deseos.
Al momento el herrero, sin saber bien lo que le sucedía, sintió una tremenda paz interior, como nunca su alma atormentada había percibido.
Una azulada luz envolvió la estancia y en el alféizar de su desgastada ventana, reverdecieron súbitamente las flores en sus resecas macetas que, como diminutos papelillos de mil colores, se asomaron descaradas, oscilantes y atrevidas.