El jazz es otra cosa
Ese lenguaje tibio, sensual y levemente despeinado, que se mete bajo la piel, como si supiera exactamente lo que tú no sabías que necesitabas.
Se trata de una conversación nocturna con uno mismo, un paseo lento por la penumbra del alma. Suena mejor cuando todo está en silencio… incluso uno mismo.
Lo curioso del jazz es que se puede oír con atención o simplemente dejarlo flotar, como un perfume de madrugada. Escuchar a Chet Baker en una noche de verano, con las ventanas abiertas y un (CUBATA) sudando hielo en la mano, es un acto casi religioso.
Eso sí: aquí no hay milagros, pero sí milagritos. Como que, por ejemplo, te olvides de tus problemas durante un solo de saxofón particularmente melancólico. Y eso, en esta pésima actualidad, ya cuenta como experiencia mística.
El jazz, con su “tempo pausado” y su swing elegante, hace todo eso… Porque no es lo mismo dormirse escuchando una música ¡cañera!, con letra manida y cansina, que caer rendido con la voz arrastrada de Ella Fitzgerald cantando. Te duerme igual, pero con clase.
Ahora, hay que decirlo: el jazz también tiene su lado nostálgico. No hay que fiarse. Puede que entres buscando un poco de paz y salgas con un anhelo inesperado por cosas que nunca viviste.
Eso sí, el jazz tiene humor, aunque no lo parezca. Escucha con atención y verás que los músicos se ríen entre notas, hacen bromas con silencios, y a veces, el contrabajo parece tener una ceja levantada. Porque, a diferencia de muchas músicas modernas, el jazz no se toma tan en serio. Sabe que la vida está llena de errores y los convierte en improvisaciones gloriosas.
En resumen: si andas buscando un refugio, una pausa o simplemente un acompañamiento para tus noches de alma inquieta, prueba con un poco de jazz. No cura todo, pero hace que duela menos.
Y si no, te quedarás con la sensación de haber conversado con alguien que te comprende, sin haber dicho una sola palabra.