Entre la higiene y la hipocresía
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Desde la infancia, uno aprende que lavarse las manos es sinónimo de buena educación y salud. “Antes de comer, después de ir al baño, después de tocar al perro”, decían nuestras abuelas.
La ciencia respalda su sabiduría popular: lavarse las manos elimina gérmenes, bacterias y la tentación de meterse el dedo en la nariz con efectos pegajoso.
El problema es que, con el tiempo, lavarse las manos ha pasado de ser un acto higiénico a una metáfora nacional.
Y no es una metáfora cualquiera: tiene pedigrí bíblico. Pilato, ese gobernador romano con nombre de gimnasio moderno, se lavó las manos antes de mandar a Jesús a la cruz.
Lo que traducido al siglo XXI sería: “Yo no decidí nada, esto vino desde más arriba. O desde Bruselas.”
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