Amanecía con pereza, los cendales de luz asomaban tímidos entre las brumas de la noche, que comenzaban a tornarse grises en estas tierras del bajo Aragón, amables y austeras a la vez, que abrazan a Santa Eulalia del Campo.
Un placentero aroma a hierba y tierra húmeda, penetró por la entreabierta ventana, el silencio, casi omnímodo, se rasgó con un sonido que atraía cual melodía de Hamelin las memorias de mi niñez, era el canto matutino del gallo.
Durante unos minutos quedé atrapada por su magia, recuerdos de aventuras pretéritas, claro oscuros de noches románticas, brisa fresca de amanecer a la vida. Poseída por este éxtasis intenté refugiarme de nuevo en los brazos de Morfeo para regodear en sueños, vivencias olvidadas. Morfeo se resistía, no me cobijaba…
Al primer y delicioso canto del gallo le siguieron sus congéneres que de todas partes le respondían, la melodía creciente, se convirtió en monótona y abigarrada, la luz se hizo cierta, los gallos no cesaban. La revolución había estallado en el gallinero.