El tío José
Hace muchos años, no sabría el número exacto pero creo que bastantes, vivíamos de cara al mar en un paraje condenado al anonimato. Tan sin árboles, solo cinco; tres higueras, dos palmeras y unas cuantas matas de higos chumbos, que lucían tentadoras el fruto y amenazantes sus anchas palas repletas de afilados pinchos. Tan sin ganado; solo dos vacas, cuatro gallinas, dos cerdos y una mula. Tan sin vecinos; algunas casitas que apenas las cubría un tejadillo, rematado por una chimenea. En una palabra, tan sin vida, que aquel trozo de tierra reseca no había tenido derecho a ningún nombre en particular y por todos era conocido como el invernadero.
Solo el aire, por lo general rebelde, con sus enormes manos, manos de viento, marcaba allí el rumbo a su antojo arrastrando hojas y polvo por doquier.
José, había sido un hombre avanzado a su época, que en aquellos tiempos aposto por el futuro que hoy son las prosperas tierras almerienses, su antiguo y rudimentario invernadero en la actualidad era moderno y bien mecanizado.
A penas había amanecido ya se agrupaban las cuadrillas de trabajadores en torno a los largos pasillos de las matas de pimientos, daban la impresión de estar inquietos mientras escuchaban.
– Vamos, vamos… a trabajar, que me han dicho que hoy se paga bien el pimiento en la alhóndiga. –gritaba José, que caminaba apoyado en un recio bastón junto a su hijo.
– Siempre dicen eso y luego ná de ná… -refunfuñaba Jacinto el encargado.
Efectivamente aquel día fue de satisfacción general y José, que siempre había sufrido en sus carnes los avatares de un mercado inestable, en los momentos de bonanza sabía recompensar a las personas de su entorno, incluido a sus trabajadores.
Antes de pasar por casa, entró en el bar que le asaltaba tentador a la salida de la alhóndiga. Era mañana de semblantes sonrientes y tertulia animada.
Estaba en plena ‘cháchara’ cuando se le acercó una vendedora ambulante que le mostró un loro de juguete con ojos saltones, pico de plástico amarillo-anaranjado haciendo juego con los colores de su plumaje de lana y trapo, con un dispositivo interior que le daba la facultad de repetir lo que se le decía… Tenía su gracia el loro.
– Ande cómpreme un lorito.
José la miró, era un buen día y decidió comprarlo.
Llego a casa, contento y llamó a su nieta, ella acudió rápida a darle un beso y se quedó prendada del loro que probó de inmediato delante de todos.
– Soy Carmencita. El loro repetía con voz metálica:
– Soy Carmencita, soy Carmencita, soy Carmencita…
La niña lo intentó otra vez.
– El abuelo es guapo
El loro insistió:
– El abuelo es guapo, el abuelo es guapo, el abuelo es guapo…
José se reía feliz y quiso intentarlo, diciéndole al loro:
– Mañana los pimientos, se pagaran más.
El loro respondió:
– Mañana los pimientos… ¡ya veremos!…
José frunció el ceño y exclamó: ¡La leche que te dieron…! mientras se marchaba.
Alguien comentó: Este loro será de juguete, pero sabe de este negocio.