En el país de las Fallas, o Pablo “El Flaco”

30 junio 2006 por Francisco Ponce en Recordando, Relatos, Todos los artículos

Este relato fue escrito para una revista fallera de amplia difusión en 1980

«Quien ha visto la desnudez de un taller fallero,
creerá en los duendes de cartón»

Fui creado por una mente ingeniosa y en un gran taller de la ciudad fallera, entre otros muchos tipos raros, caricaturas grotescas de la vida misma.

El artista que tenía la costumbre de poner nombre a los muñecos me llamo, Pablo “el flaco”.

Mi porte era vulgar, ya que mi autor no se cuido de los pequeños detalles en mi vestuario, por eso mi acartonada americana estaba raída y el color de mi rostro era pálido.

Pertenecía a un imaginario mundo de figuras acartonadas, trajes de papel, pinturas de vivos colores, escenas repletas de gentes con crujir de articulaciones, montones de miembros pendientes de acople en sus cuerpos mezcla de atrevida creación y efímera vida.

En el país de las fallas

Sin embargo me pareció que de repente, este mi mundo, se afanaba en mostrarse mas bello ante mis ojos.

¿Que poder surgió para que alrededor de mi insignificancia todo se volviera aprecio y amor?

Aquel dia en casa la cordialidad hacia mi, tomo el grado de competido maratón. Al sentarnos a la mesa todos pugnaban por agasajarme y servirme mientras yo en mi tribulación al intentar tomar el vaso de vino lo empuje y vertí sobre el blanco y recién puesto mantel, una mancha roja se extendió rápidamente formando extraños dibujos, las miradas de mi familia se clavaron en mi acusadoras; pero al momento se dulcificaron, al tiempo que aducían buena suerte al vino derramado. Mi hermana, en su ignorancia volcó el contenido de su vaso para tener derecho a igual suerte, pero le valió un fuerte tirón de trenzas, mientras como siempre mi tía soltera rezaba camino de la cocina por la paz de la familia.

Había amanecido un nuevo y espléndido dia y todo me parecía igual de asombroso.

Llegue a la oficina donde trabajaba, llena de un penetrante olor a pintura procedente del almacén y que en aquella mañana parecía perfumada con delicados aromas; me cruce con mi compañero Hernández, el cual ni me saludaba por aquello de las politiquillas, y fue mucho mi estupor al recibir un efusivo:

– ¡Buenos días amigo Pablo!

El departamento de mecanografía, que se hallaba junto a la puerta de entrada, comenzó de repente su acelerado teclear anuncio inequívoco de la llegada del director y como todos deje mi “quiniela” para ocupar el sitio de trabajo.

Sus pasos se hicieron perceptibles, tan madrugadores como siempre para desgracia de los trabajadores, sin verlo ya lo imaginaba; cara seria y un enorme puro recién encendido que se balanceaba al compás de su mal disimulada cojera.

Quede perplejo cuando acercándose, con voz cálida tan distinta de lo habitual, me dijo:

– Cuando pueda, pase por mi despacho.

Por un momento se centraron en mi todas las miradas en tanto se hacia un pequeño silencio y yo le seguía.

Mientras trataba de serenarme, fui invitado a sentarme en el sillón de las visitas importantes, tan mullido que me hundí prácticamente en el.

– Bien amigo Pablo. (Era la segunda vez en aquella mañana que me llamaban amigo) y dígame ¿se encuentra usted satisfecho en mi empresa?

– Si…, si… -dije en un hilo de voz.

– Bueno se también que se piensa casar pronto y como lleva muchos gastos incluido el viaje a Canarias y la compra del coche utilitario he decidido aumentarle el sueldo, un poco difícil esta en estos tiempos …, pero lo haremos.

Las saetas del reloj habían dado muchas vueltas tras la fantástica entrevista con mi jefe y yo seguía clavado y absorto por los acontecimientos en mi mesa de trabajo. Unas campanadas anunciaron la hora de salida, los empleados reían y corría, los lavabos se ocupaban. Yo seguía cada vez mas turbado por cuanto me sucedía.

Al atardecer del día siguiente, como de costumbre iba a reunirme con Laura, mi novia, no andaba rápido pues ella no solía ser puntual, pero tuve que imprimir a mis pasos un ritmo más acelerado al verla ya esperando, tan bonita… se había puesto el ajustado suéter azul que tanto me seducía y que dibujaba delicadamente sus proporcionadas líneas; de su cuello pendía la medalla del amor que le regale.

Caminamos cogidos de la cintura mientras los árboles y palmeras junto a los macizos de flores en el paseo de la Alameda, nos invitaban rumbo a la felicidad, en un tibio atardecer de Marzo.

Pablo el Flaco

Acomodados en un banco de madera, la sentí cobijarse junto a mi, note el dulce calor de sus senos apretados contra mi cuerpo y jurándonos amor eterno le conté lo del sueldo, el coche y el futuro viaje a las islas soñadas.

Así fue como viví aquellos días de Marzo, entre perfumes de azahar en una tierra que ríe y canta, cuna de artistas, poetas e inigualables fiestas falleras, junto a un mundo que, siendo el mismo, parecía empeñado en ser mejor para mi. Así fue como en casa, el jefe, los compañeros y mi novia se esforzaban por hacerme la vida fácil y placentera cuando de pronto una voz y una orden vino a terminar con todo.

– El encargado ha dicho que se cambie el muñeco de este cuadro – decían los oficiales del taller –

A Pablo el flaco no se le plantara en la falla este año, no encaja en la escena – recalco el artista.

Más tarde, todos supieron que yo no iba a ser pasto de las llamas en la noche de la “cremá” y que volvería a reintegrarme al almacén, continuando con mi vida de muñeco.

En mi casa se volvió a regañar con fuerza, mi tía solterona clamaba más y más por su añorada paz, el muy ladino de Hernández pasó de nuevo junto a mí con la cabeza erguida e ignorándome, el jefe me dijo que olvidase aquella conversación del aumento de sueldo y todo lo demás.

Pero lo que más me lleno de dolor fue que Laura me llamo empleadillo y chupatintas, añadiendo que se había cansado de mi.

La contemple alejarse tan majestuosa, mientras dos lágrimas resbalaron por mi cara de cartón al tiempo que en mi mano con fuerza estrujaba la medalla del amor que un dia le regalara.

Confieso que me hubiese gustado ser consumido por el fuego.